Artículo de opinión de José Fernando Martínez, «Charly».

Habían pasado 20 años desde que Doña Antonia se licenció y comenzó a ejercer de médico y matrona. Durante este tiempo, había reunido una biblioteca de varios miles de volúmenes en los que había mucha medicina, farmacia y humanidades; la mayoría de los cuales había devorado sin compasión y los llevaba grabados en su descomunal memoria. Era muy buena trayendo niños al mundo, pero era mejor dando diagnósticos y tratando enfermedades. Estaba suscrita a revistas científicas alemanas, inglesas y francesas. Eran idiomas que, aunque no hablaba porque no le hacía falta, leía y traducía sin el menor esfuerzo. Tenía un Gran Danés amaestrado que le hacía los recados. Escribía en un papel el encargo y el perro llevaba la cesta con él metido hasta la carnicería y allí se lo preparaban. Además tenía una urraca que hablaba por los codos y se dedicaba a hacer desaparecer todo lo que brillaba por la casa. Un día encontraron su escondite y aquello parecía el tesoro de William Kidd. Mi abuelo, uno de sus dos hijos, tenía una carpintería industrial que le iba muy bien. En fin, la vida sonreía a la familia.

Fue en estas circunstancias cuando ocurrió una de las anécdotas, que solía contarme mi padre, sobre dos mulas que le regalaron y con las que no sabía qué hacer.

En el pueblo de al lado había un señor muy adinerado que sufría unos terribles dolores de barriga. Después de recorrer los mejores hospitales y especialistas de España, estuvo en París, donde le hicieron toda clase de pruebas, a cual más extravagante, y algunas extras que no menciono por pudor. Y algo parecido le pasó en Londres, donde además de pagar un carísimo intérprete, se dejó una gran fortuna en especialistas y hoteles.

De vuelta a España, y con sus dolores sin resolver, tuvo la suerte de tropezar con un paisano de La Partera que había ido a comprarle unas mulas; el cual, percatándose de la cara de dolor que este tenía, le recomendó que visitara a una señora de su pueblo que tenía fama de acertar. 

De perdidos al río, se lo comentó a su médico y decidieron ir los dos con el fin de que el médico supervisara lo que le diagnosticara, ya que no se fiaban de una mujer. El médico, en particular, tenía un enorme prejuicio al respecto, y no dudó en llamarla bruja o curandera. “Esa mujer es solo una partera de pueblo, ¿qué va a saber esa de medicina?” le dijo a su cliente. 

Cuando entraron a la sala donde atendía visita mi bisabuela, se quedó ésta mirando a la cara del señor de los dolores de barriga y le dijo que se afeitase el bigote y así se le quitaría el eterno dolor que llevaba escrito en el ceño. A lo que el médico, a punto de reventar de ira por su indignación, empezó a despotricar y maldecir sobre curanderas sin estudios y otras sandeces. Entonces La Partera, que tenía un genio de armas tomar, cogió su título de la Universidad de Valencia, que estaba enmarcado, pero sin cristal, y se lo acercó sujetándolo con ambas manos a unos diez centímetros de su nariz y le dijo: “Lea”. Lo cual parece ser que hizo. “¿Ha terminado de leer?” Y sin esperar al sí, se lo estampó en la cabeza atravesándolo hasta dejar el marco entre sus brazos. Así es como se perdió para siempre su título. De no haberlo hecho ese día, lo habría quemado años después (ya contaré por qué en otros capítulos).

El señor de los dolores, por pura desesperación, le hizo caso y le desaparecieron para siempre los dolores de barriga. La Partera sabía que el tinte que usaba para el bigote era tremendamente tóxico y al comer parte de éste se mezclaba con la comida y le provocaba un dolor intenso.

Días después, y en agradecimiento, le regaló dos mulas. Como no sabía qué hacer con ellas, se las regaló a su vez a su amigo farmacéutico, al cual le debemos la poca memoria que ha sobrevivido de ella.

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