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Art. de opinión de Claudio Rizo

EL CIBERNÁUTA QUE NO PAGA

Es algo más que un destello lejano: la ley Sinde empieza a desbrozar el camino, se abre paso, lenta pero segura, y cada vez con más adhesiones, incluida la de ese grupo político del “No a todo”; de manera que lo que a finales de año adquiría tonalidades de improbabilidad, en este arranque de febrero diríase que se ha desembarazado de tanta traba y prepara su asentamiento definitivo en nuestra computadora, para darnos una colleja por las travesuras cibernéticas y decirnos: “Oiga, no. Eso se paga”. Se trata de otra ley del Gobierno que hinca su garras en una limitación de derechos, para unos, los usuarios, de prácticas adquiridas por la ocupación de un espacio hasta ahora no bien regulado; pero también porta esa ley el correlato de la protección y vigilancia de los derechos de autor, para otros, los creadores, derechos, por cierto, prostituidos y rebañados desde que la “máquina de las luces” llegó a nuestro hogar haciéndonos sentir legisladores de nuestro propio destino. Pero a diferencia de la malísimamente mal explicada ley antitabaco, y malísimamente peor ejecutada, esta otra, la ley Sinde, si se tiene un cierto tacto, y unos gramitos de delicadeza, podría llegar a la calle, al usuario de la Red, en definitiva, con menos movimiento de barco. Aun así, apuesto a que, al menos al principio, no le va a ser fácil a doña Sinde para que la ley que lleva su nombre camine por las españas sin alguna que otra pitada.

Las asociaciones de usuarios están que trinan por considerar una especie de expolio el que el Gobierno pueda llegar a colocar un candado en las páginas que les han servido el arte en casa sin abrir la cartera, convencidos acaso de que ese libre acceso les confiere una suerte de propiedad sobre la cosa. Un candado con una ranura: si cae la moneda, se abrirá. Así de fácil. Y siempre que la ley acabe viendo la luz, claro, pues aún quedan trámites por sortear y bastantes flecos por peinar. Pero orillando las dobleces jurídicas que esta ley brinda y que tanto enfrenta a legisladores, artistas y usuarios, el asunto, tecnológicamente planteado, cierto es que también deja sus dudas. Porque si está autorizada la venta de un artilugio que nos permite pasarnos por el forro casi todo el derecho de propiedad intelectual, ¿por qué ahora nos llega la ministra para amputar el corazón funcional del aparato? En todo caso, el intríngulis no descansa en que se nos acoten unos pretendidos derechos de descarga gratuita de un producto protegido jurídicamente, sino en que para adquirirlo se haya de pagar. Algo que se me descuelga de lógica. No se cancelan, pues, las páginas de descarga de música o de películas, se nos indica lo que vale ese producto, simplemente, y luego nosotros decidimos; ni más ni menos como cuando acudimos a la tienda en donde están debidamente expuestos y sopesamos la conveniencia de comprarlo. Y no me conteste, lector, que la distribuidora o los intermediarios se llevan el gran pellizco de los beneficios, mientras que el autor las migajas. No nos compete, entiendo, el reparto de beneficios dado por los acuerdos internos de un gremio, libremente consentidos entre las partes, ni justifica esa descarga ilegal el que en nuestra pretensión de no pagar se alojara un imaginario ánimo justiciero en favor del artista. Me suena más a coartada.

Que nadie desenvaine la espada contra este pensador que desde la neutralidad trata de explicar, y de explicarse, por qué una composición musical, una obra pictórica o un libro, hayan de pagarse, con independencia del conducto para hacerse con él. Yo también soy pirata, oiga. Cutre, poco avezado y eventual, pero pirata.

Miren. Hace poco pirateé el último disco de Sergio Dalma (aún se puede decir). Diría que en la tienda andará su precio por los veinte o veintidós euros. Es un CD dejado de vender, se lo aseguro, como tantos y tantos. Para más inri, y en mi contra, añado casi cómicamente: con tres mojitos, hubiera comprado el disco. Con una cena, posiblemente dos. Un pantalón decente me habría dado para tres o cuatro. Y la entrada para el pasado Hércules – Barça, hubiera cubierto unos veinte de ellos. ¿Realmente pensamos que un CD o un buen libro tienen en la calle su precio desorbitado, lejos del alcance de un bolsillo medio?

En todo caso, y me despido con el consuelo, que siempre lo hay, está por ver que la ley goce de holgura y flexibilidad suficiente como para salir al encuentro del pirata cuando éste abra nuevos mares en el inabarcable océano de Internet. Pues llegará la “invención” de lagunas, de vacíos normativos, no lo dude, ni usted ni Sinde deben dudarlo, que faciliten nuevas descargas hasta que, otra vez, llegue el del silbato. Y así eternamente.

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