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Art. de opinión de Luis Beresaluze Galbis

ENTRE EL ESTUPOR Y LA GRACIA

Dios se hizo Hombre. Nació como nosotros para poder, como nosotros, morir humanamente.

Jesús era un hombre como tú y como yo. Que, naturalmente, como todos sus hermanos, vendría al mundo con su ángel de la guarda correspondiente. ¡No iba a nacer menos dotado de custodia que cualquiera de nosotros! Un ángel de la guarda para instalarse en Dios Hombre y custodiar su alma. La magnitud teológica del concepto es monumentalmente sencilla. Cada hombre su ángel. El hombre Cristo, el suyo…

¿Qué ángel se atreve a meterse junto a Jesús, ya en el vientre de su Madre y hacer de custodio de todo un Dios? Por la misión, un ángel mas grande que todos los arcángeles juntos, el anunciador Gabriel, Miguel, el capitán de las falanges celestiales y Rafael, el viajante y casamentero.

Debemos pensar que cuando Gabriel anuncia a María su preñez por el Espíritu Santo, Jesús ya está en el vientre de la Virgen, y su ángel propio, al lado, dispuesto a su custodia. Añadido al de la propia Virgen. El vientre de María parecería una posada teológica: Jesús, su ángel y el de ella misma. Porque nació sin pecado original, pero nada autoriza a pensar que sin un ángel custodio, propio. Sería la primera de las descendientes de Adán. Y no tendría ningún sentido.

Nos movemos entre palabras mayores. Estamos hablando del ángel custodio de Dios, Jefe de todos los ángeles, Aquel que, según San Ambrosio, ante la rebelión de aquellos, creó al hombre para tener alguien a quien poder perdonar. Y en el hombre venía, con el tiempo, su propio Hijo, el hombre Jesús de Nazaret.

Alguien a quien poder perdonar. Es bonita la idea. Perdonar por los pecados en que pueda incurrir a pesar de estar custodiado por un ángel. Un ángel, que hace lo que puede…Y para poder perdonarnos mejor, nos da a su Hijo, que tendrá que morir para redimirnos de todos nuestros pecados.

En el Calvario había tres crucificados y con ellos, tres ángeles custodios, uno en cada uno. Los de los dos ladrones y el de quien nos robaría el corazón, para siempre. Me imagino al ángel del Señor, cargando con la cruz hasta el monte de la Calavera. Con su parte alícuota de cruz. El cireneo ayudó a ambos, porque el ángel también cargaba con ella. Y también me lo represento saliendo de Jesús con su último aliento y viendo como lo uncían y preparaban en la cueva de Arimatea. Yo creo que aquel ángel, confuso desde el propicio hasta el final, estuvo al lado de Magdalena las dos noches y pico, delante de la piedra. Y que luego, desde la Resurrección, volvió a entrar en Cristo, con Él y en Él, hasta la Ascensión, que tiene lugar cuarenta días después. Fue como una ocupación de segunda mano, o de segundo cuerpo. Hasta que ya, solo, Cristo, de la mano del Espíritu Santo, sube al Padre.

El ángel se quedó solo, llorando como un niño. Ya no tenía misión ni santuario humano. Había guardado al mejor de los hombres. ¿Qué le esperaba ya, en adelante?

Al salir de Dios debió experimentar la sensación de un fracaso infinito. Todo se le vino abajo. Y ya no le valía quedarse al lado de Magdalena, a llorar y esperar.

Se diría que hoy he escrito desde la parte de fuera de la realidad. En un segmento de naturaleza sobrenatural y casi abstracta. Entre el estupor y la gracia. ¿Será culpa de mi ángel de la guarda?

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