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Art. de Juan G. Olivares

Historia de amor predestinada

Ambos miraban la puerta de enfrente desde niños. Él aun recordaba aquella vez que, provista de uniforme y con coletas, era arrastrada por su madre, a la que se negaba a seguir, para asombro de esta, mientras no le quitaba ojo a él que, en ese momento, llegaba a casa con sus progenitores. Sabía que estaba llamando la atención, su atención.

Un cruce de miradas de años largos y fecundos en experiencias.
Fueron creciendo sin intercambiar otra cosa que no fueran aquellas ojeadas de interés. Llegaron a la adolescencia y él la vio entrar con su primer y único novio a casa. También cuando le besaba en su portal le miró. Y él a ella.

Supo que se había casado con él un día antes de encontrar a la que más tarde sería su esposa. La que desde hacía dos años le condenaba a, juicio tras juicio, vivir una vida apagada en casa de sus padres de nuevo, la casa de enfrente para él, siempre sería así, la casa de enfrente de Marisa.

Sabía que se llamaba Marisa porque lo espió en su buzón de muy joven, probablemente ella no sabría el suyo. La calle era tan ancha. La gran ciudad tan impersonal.

Desde que volvió a la casa de su niñez procuraba aparcar en la acera de enfrente o buscar cualquier motivo para pasar por delante de su casa. Quizá, algún día, esa cosa que rige nuestras vidas y contra la que nada podemos hacer, ni para favorecerla ni para evitarla, le permitiría volver a verla, esta vez de cerca. Los callos de su corazón le habían dotado de la intrepidez que nunca tuvo. Llevaba meses haciéndolo, se había convertido en su rutina.

No se equivocó, tuvo la oportunidad de cruzar sus primeras palabras, su primer abrazo, su primer beso con quien sabía que estaba unido desde siempre sin saberlo del todo.

Un día gris, vació y triste, como casi todos para él, de un otoño que asomaba en el cielo, que asomaba en boca de articulistas que le dedicaban espacios en los medios, en el ánimo de la gente sin roce, sin caricias, unas veces empujando a la alegría y, las más, a la melancolía.

Un día señalado.

Tal y como era su costumbre intentó aparcar en su acera, y pasar por delante de su puerta. Esta vez se abrió de golpe, y ella, apresurada e impaciente, se echó en sus brazos con ojos implorantes. Él la acogió con un suspiro sorprendido pero halagado y emocionado. La abrazó con fuerza, la besó, escucho su voz por primera vez dirigida a él. Su nombre en sus labios. -¡Roberto!

Lo dijo al tiempo que le enviaba una mirada suplicante ¿De amor?
Poco a poco, en instantes, el abrazo perdió fuerza, el cuerpo de ella, se le escapaba de las manos hasta llegar al suelo, notó sus manos mojadas y cuando miró con detenimiento vio sangre en las ropas de ella. Y oyó carreras en su portal. Y vio a su marido, cuchillo en mano, ensangrentado también, salir corriendo calle abajo. Y volvió a mirar a Marisa que ya no le miraba.

Otra vez, su diosa fortuna le había tocado, otra vez en la misma dirección.

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