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Art. de opinión de Claudio Rizo Aldeguer

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EN BUSCA DEL CIMBORRIO

La semana fue propicia para andar por Zaragoza, consecuente con septiembre, ese mes inflexivo que nos conduce hacia el cambio de año con su luz y temperaturas menos agresivas. La cartera pesa cada día menos. Al contrario que los cuerpos tras el verano, con perfiles más redondeados. De modo que convenía no terminar de sangrarla, la cartera, digo, y exprimir, siguiendo el renovado espíritu de la “gaviota” de “austeridad en el gasto” en todos los pueblitos de España, los pocos días vacacionales de que disponía. Una visita a Belchite, para rememorar la infamia de la batalla del 37, dibujada entre sus estructuras derruidas pero milagrosamente conservadas, que representó una especie de viaje en el tiempo hacia el horror; un par de vinos afrutados, de esos que entran como el agua, castos, inofensivos, como llamándote, seduciéndote… pero que te abandonan a la suerte y a la pericia de tu equilibrio tras el vaciado de una botella, en Cariñena, ¡dónde no!; un paseíto en barco, y otro en bus turístico, por la capital maña, escuchando por los auriculares a una cachonda narradora de la historia, logros y cuitas de Zaragoza… Y algo más: ver un cimborrio. Sí, no pido demasiado, ya lo sé. Rarezas que uno tiene. Y no piense mal, lector, por más que suene “confuso” soltarlo aquí y así. Lo del cimborrio.

El cimborrio, grito “pelao”, es una estructura, con forma de torre, que sirve de base a la cúpula, cuadrada u octogonal, y que además permite la entrada de un chorro de luz en el interior de la Catedral. Y que supiera, en Zaragoza, sólo la Catedral de La Seo (San Salvador), situada a escasos metros de la bellísima Basílica de Nuestra Señora del Pilar, disponía en su interior de esta estructura. Quería y necesitaba verla. Además, sería una actividad, amén de ilustrativa, respetuosa con el medio ambiente de mi cartera, que al tercer día, por cierto, ya empezaba a enemistarse con algunos precios de la ciudad. La Catedral de la Seo conoció varias remodelaciones y ampliaciones en los últimos siglos, de manera que, exteriormente, no insinuaba la grandeza que dentro dormía. Una vez en la puerta, de sopetón me abofeteó la primera sorpresa: Entrada, 4 euros. ¡4 euros, por entrar a la Casa de Dios!, pensé. Como no soy de discutir, decidí algo mejor: ¡me hago beato. Sí, por media hora! “¿Cuándo es la misa?”, interrogué sin vacilar a una especie de guarda jurado que, incrustado sobre el suelo como si de una estructura más del lugar se tratara, obstruía mi entrada. “Mire el papel”, contestó desganado (hacía calor, en su descargo, añado, y además iba muy trajeado), mientras me indicaba con su índice el lugar. Me acerqué. A las siete. Estupendo, eran las seis. Una cervecita… y a ver el cimborrio, con el Padrenuestro de por medio, si fuera preciso, hasta con voz de soprano.

Una vez dado a lo lúdico, cervecita en mano y mensajes de móvil tranquilizadores a la familia, se me fue la hora. Como de costumbre. A las siete y diez, llegué, a La Seo. De nuevo ante el “guardián”. No pasa nada, me dije, por los diez minutos. Otra vez, solo una hora después, volvemos a encontrarnos. Me reconoció. “Es el que no quiso pagar los 4 euros”, creo leer en la expresión de sus ojos. “Vengo a misa, buenas tardes”, le digo, regalándole mi sonrisa, aunque él sabe que ni yo me lo creo. “No puede ser; ha empezado ya”, repone, sobrio, diría que enojado. No tengo margen, balbuceo…; mañana vuelvo a casa. Debo rehacerme. “Óigame: ¿Es acaso esto una obra de teatro, una película… una ópera que no admita la entrada una vez iniciada? Estoy de viaje y deseo entrar a misa de siete”, le contesto ya sin asomo de simpatía. A veces uno debe vestirse por los pies, me recuerdo para subirme la autoestima. Como un “abracadabra”, la estructura humana cede, se repliega ante mis mágicas palabras… y entro, al esprín, hecho un cohete, sin concederle reacción. Una vez dentro, siento un sobrecogimiento brutal. Es espectacularmente grande, lustrosa, allá donde mires. Absolutamente acomplejante, para un humano. Presiento tras de mí, los pasos del guarda jurado, que busca cerciorarse de que no voy de fisgón-gorrón, sino que solo es la fe la que a ese lugar y a esa hora me conduce. Me llegan ecos desde el fondo de la catedral, y hacia allí voy, buscando el lugar del oficio, sin apenas mirar en derredor.

Lo demás, poco importa. La homilía se columpiaba en las alturas, trepando por aquellas columnas diseñadas por dioses, perfectamente armónicas, estéticamente incomparables, con didactismos de la “paja en el ojo ajeno y la viga en el propio”… Quince ancianas y yo, no había nadie más en aquel vasto mundo de riquezas, escuchando al cura. Al terminar, me entretuve contemplando una capilla que parecía haber sido quemada tiempo atrás. Una voz me interrumpió: “Debe salir, señor”, escuché decir a una mujer bastante mayor que yo. “Hay una boda. Privada, por supuesto”, terminó su frase conminatoria. “Podría indicarme, señora, dónde se encuentra el cimborrio; solo será un momento”, repuse. “Mañana; ahora hay boda. Si es tan amable…”

Y salí, sin ver el cimborrio; que lo había, seguro. Y convencido, entre otras cosas, de que Jesús, el Hijo de Dios, me hubiera mostrado esa estructura, sin cuatro euros de por medio… y aun con boda golpeando a las puertas.

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