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Art. de opinión de José Fernando Martínez (Charly)

El pan nuestro

Pese a que ando con el runner’s blue (una especie de tristeza del ánimo que invade los corredores en ciertos periodos, H. Murakami) y un tirón en el femoral, decidí salir a correr hoy a ver como amanece. Al sentir el aire fresco en mis pulmones, he comenzado a encontrarme mejor. Le he dado al play del MP3 y me he puesto a correr a ritmo de Street Fighting Man de los Rolling cuando me he cruzado con un perro (no era andaluz, estilo Buñuel y Dalí); y, por un misterio de asociación rara, carente de toda lógica, o porque olía a tierra mojada, me he acordado de mi bisabuelo, el Pequeñito, el Padre (así le apodaban todos, incluso los que no eran de su familia: era como un padre para quienes lo conocieron). Juegos de escondite que la memoria nos descubre cuando menos lo esperamos. Como si de pronto te salieran hormigas de la palma de la mano.

Me cuentan mis padres que solía pasear con mi bisabuelo, cogido de su mano, casi colgado de ella y le contaba con gran entusiasmo y sin sintaxis cosas ininteligibles: verborrea infantil y surrealista de la que no entienden los mayores, cosa que a él de daba igual y a mí también. ¿Quién necesita la lógica del discurso cuando se es feliz? Él solo asentía y sonreía y se reía de ver a un renacuajo que no se callaba ni debajo del agua y yo miraba absorto la sombra que proyectábamos en el suelo (esas formas cambiantes y misteriosas que nos perseguían) al tiempo que desfrutaba del arrobamiento que tienen los niños cuando son argonautas de sus cosmos.

Con el paso de los años supe que el Padre fue tan humilde que solo se tomó ochenta quintos de cerveza y ochenta bolsas de papas en toda su vida, divididas entre los dos únicos días anuales que descansaba de la panadería. También era excesivamente prudente: a los noventa años no quiso subir al Kontiki de Alicante: “No vaya a ser que lo que no ha pasado en noventa años pase hoy.” Había sido panadero durante la guerra y la posguerra; una bendición para la familia de mi padre y algunos vecinos. Quizás de ahí saliera que todos le llamaran padre. A precio de pan por historia acumuló los relatos de los muchos hombres pobres que acudieron a pedirle pan a lo largo de los años. Nunca sabremos cuánto pan repartió, ni cuántas historias escuchó. Les decía: “De acuerdo, te doy un pan pero a cambio me gustaría saber la historia de tu vida, cómo has llegado a este estado de necesidad.”. Escuchaba sus vidas leídas directamente de la memoria de sus protagonistas y les pagaba con pan por poder escuchar aquellas realidades que superaban toda ficción.

Algunos novelistas o escritores de guiones quisieran tener una cantera de historias como las que recopiló el Padre a lo largo de su vida de noches de obrador y somnolientos días. ¿Dónde habrán ido a parar esas historias? ¡Quién pudiera recuperarlas!

Menudo revuelo monté el día que murió. Con apenas cuatro años, me puse a preguntar por él en voz alta detrás del séquito funerario. “¿Dónde está el Padre? ¿Dónde está el Padre?”, repetía, mientras se escuchaban sollozos y lamentos en crescendo, como un viento de invierno tras una ventana. Yo solo me quería ir a pasear cogido de su mano y contarle más aventuras.

Pensaba en esto cuando miraba mi sombra, la misma que un día estuvo unida a la del Padre, y ahora recorría por el suelo, la que algún día perderé. Y de su contemplación se me ha ocurrido una sencilla metáfora de la vida: entregamos nuestra actuación en el teatro del mundo, nuestra novela, sus líneas de palabras forjadas por nuestros días, a cambio de un pan. Un pan solo Dios sabe de qué está hecho.