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Art. de opinión de Fernando Martínez (Charly)

Hacer cola y no morir en el intento

En las colas de los supermercados uno siente que su tiempo está controlado por lo que tardan los de delante y el que los atiende. Es una especie de acoso al que nos prestamos y que solo está en nuestra mente. Es solo cuestión de controlar nuestros pensamientos para que no suframos ese sentimiento fútil y estéril. Pensaba en esto y en lo que había leído sobre el control de las emociones de Goleman y Dyer, cuando me sucedió lo siguiente:

El carrito lleno, sábado por la mañana, hay una especie de prisa de sábado de compras que me atrapa y me acelera; hasta parece que las ruedas derrapan en las curvas y el peligro de choque con estanterías y otros carritos se hace inminente. A mi alrededor la gente se mueve con rapidez y determinación como ahorrando tiempo, la voz por el megáfono pide ayuda a las señoritas de las cajas. No sabes por qué pero sientes que te espera una cola importante. Las colas no son importantes, de hecho no tienen importancia; pero me obsesionan como un sentimiento de desesperación que nos apresa como una fobia. Hoy vengo dispuesto a acabar con ese sentimiento de desesperación. Tras la última curva diviso la meta: dos cajas con sus respectivas colas. Valoras cuál elegir. El mismo número de clientes en espera. Rápida valoración de la cantidad de productos que lleva cada uno y se amontonan en la cinta. Intuitiva decisión que me coloca en la de la derecha, reforzada por un repentino cambio del último de la derecha que decide pasarse a la izquierda. No me detengo en el porqué. La decisión está tomada. Me detengo, me relajo e intento pensar en cosas agradables.

Tras unos momentos de espera empiezo a poner en práctica el ejercicio mental que consiste en no desesperarse en una cola. En la otra caja, el que se pasó a la izquierda ya está cargando bolsas y yo no me he movido. No pasa nada, sácale partido al presente, “no te dejes atizar por la prisa, no existe, es una ilusión. Por la puerta entra un amigo. Le hago un comentario de broma improvisada y poco afortunada.

Vuelvo a la obsesión de la cola. Intento dominar al “enemigo”. Me digo: “No puedes cambiar nada, intenta sacarle partido a la situación. Solo tienes a dos por delante; aunque ya hayan pasado diez por la otra caja”. Y el primero ya está a punto de terminar Pero al recoger su último artículo arguye que le han cobrado peras por manzanas por un error de la pegatina. No es cuestión de buscar culpables, cometemos errores porque somos humanos, afortunadamente. Esto le lleva a la cajera a tratar de abrir una bolsa con un nudo concienzudo y cabezón que se resiste a ceder. Estresadísima, abandona su denodado esfuerzo para pedir ayuda por el teléfono: hay que cambiar la bolsa y la pegatina, y hacer un reajuste en la cuenta. Mientras, y para asombro de todos los que estamos de este lado, van pasando por la otra caja seis o siete que apenas llevaban artículos y circulan con gran fluidez, incluido el amigo que había saludado antes y que ya se iba. Me repito: tranquilidad, respira hondo, no te dejes que una emoción primitiva secuestre tu sentido común, aunque te quede poco.

Viene la ayuda. La encargada, creo. Un diálogo decoroso que no escuchamos y caras de desolación. Llega tarde la ayuda, ya da igual. Se va. Le llaman por el teléfono, supongo que otro “resuelve-crisis”. Escucha en silencio con cara de “a ver si te callas ya”. “Ahora no puedo que tengo la caja llena de clientes.”- le dice medio enojada. Cuelga como el que dice “ya era hora”. Se soluciona lo de la bolsa. Por la otra caja siguen pasando más clientes y el único que me queda delante no tiene para mucho. Entonces un código lo se lee y llamada a la señorita fulanita de tal. A esperar toca. Me digo con tono terapéutico: “Controla Charly”.

Justo entonces, que ya lo tienes controlado, viene un hombre con voz de buena persona (y seguro que es buena persona), solo lleva dos barras de pan, no tiene prisa, pero esperar a la montañita de artículos que hay sobre la cinta no es ético en el contexto del modus operandi de un supermercado. “No, hombre, no pasa nada. Pase usted yo no tengo prisa, no vale la pena esperar por dos barras de pan”. Pienso en decirle que por la otra caja todo va más rápido; pero mejor me callo y respiro hondo sin que se note, no la liemos. El señor, viendo que ya se ha colocado entre el cliente de delante y yo, empieza a sentirse incómodo y comienza a reiterar las gracias a razón de intervalos cada vez más cortos y que su consternación e impaciencia hacen cada vez más largos.

Cuando por fin ha pasado todo por el pip del lector del código de barras, y pides una bolsa porque acabas de romper con la punta del pan la que está a punto de estallar, te dice la chica son: “Son 76”. Descubres que solo llevas 65€ y, pese al cheque de 6€ de descuento, todavía te falta. No hay problema, pago con tarjeta. Desastre: me he traído la tarjeta del gimnasio. Me quedo bloqueado. He perdido, me ha atrapado la inmovilidad. Los de la cola deben estar pensando: “Lo que faltaba”. La cajera, que está cansada de encontrarse con situaciones similares, me dice: “Déjate algo”. Y con un movimiento de puro instinto dejo una caja de plásticos para tapar tupperwears que han perdido la tapa al igual que casi pierdo yo la cabeza.