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Art. de opinión de Claudio Rizo Aldeguer

EN FAVOR DEL POLÍTICO

Hablo en favor del político. Sí. Y no me mate todavía, lector. Concédame la presunción de inocencia (¡tan mal está su imagen que me veo en la obligación de demandar para mí este derecho fundamental!) Cinco minutos, solo.
En el trabajo, esta semana, un compañero crítico con la figura del político, de esos recalcitrantes, tanto que me confesó que desde los tiempos de Suárez jamás se había acercado a urna alguna, me afirmó que conocía, al menos, un país en el que no existía política. Creo que para justificar su alergia a los comicios. ¡Que se podía vivir sin políticos! Un país al desgobierno. Casi. Que no ausente de orden, ni de normas, ni de ética, no se crea… sino únicamente de políticos. Le dije que me diera su nombre, que me hablara de ese país, pensando en que podría forrarme con la primicia de escribir acerca de ese descubrimiento. Me sonrió. “Para ganar tú, gano yo. Amigos, ¡pero no perdiendo!”. Y se marchó.

Defender hoy al político es como tratar de demostrar la intermediación del amor entre la puta y el cliente, me da la sensación. Pero quisiera que el lector se interrogara acerca de las razones por las que solemos poner a caldo a quien porta corbata y se expresa con palabras que nos regalan los oídos con equilibrio de trapecista, tan de continuo. Apunto una, que entiendo bastante: corrupción. En ésta caben todo tipo de tropelías y abusos que derivan de lo que algunos denominaron “la erótica del poder”. Pero no puedo con la generalización; lo siento. Va contra mis principios.

Un político, por estadística, es una persona con una necesidad grande de transformación y mejoramiento de las circunstancias en las que vive. Afirmo. Que no ve los toros desde la barrera, como la mayoría de ustedes y yo, que no empeñamos ni un pelo de las pestañas en riesgos públicos; que salta al ruedo, si es preciso, y se viste de Don Tancredo, en el centro, a la espera de que la caída de críticas le abra el cráneo en canal. Impasible. Él y su familia, que le acompaña en las vigilias de las acusaciones estampadas en periódicos o en las noticias dadas por una guapa presentadora de la tele, y de las que muchas veces no llegamos a conocer de su necesaria restitución si devienen en falsas. Un político, comprometido y con responsabilidades de cierta monta, es alguien que roba horas a su asueto (quizá ni conozca que esa palabra campa por las hojas del diccionario); que escatima a los fines de semana, la compañía de amigos, un libro, partidos de fútbol… Que hace tiempo no pasea un domingo con su hijo o que, simplemente, no se pega una buena juerga con su mujer. De esas que marcan época. Vaya. ¿Cuánto vale la vida privada, ya que surge, entendida en términos habituales, sin ingerencias… libre de preguntas inoportunas? Porque de la pública, lector, mejor ni hablamos.

Usted me dirá que ya está hasta los “aquéllos” de tanto inepto. Vale. Que todos nos han metido en esta perra crisis. Bien. ¿Sabe el tiempo que silban a mi oído estos cantos de sirenas “oportunistas” que censuran todo tipo de Gobiernos con independencia de su color? Desde que el sentido de la razón aterrizó en mí. Se lo aseguro. Y por mi todavía joven existencia ya han desfilado memorias como González, Aznar y, recientemente, Zapatero. Los zurdos y los diestros. Incluso los que se visten de ambiguos. Todos, insisto, han terminado por ser incompetentes, cuando no corruptos, a los ojos del pueblo, de un pueblo que ha mutado en el tiempo, en las circunstancias… pero que aun así no ha dudado en despedirlos a salivazos en las calles en cuanto de sus caras se han hartado. ¿En qué fallamos, tan sistemáticamente? ¿O quiénes fallamos, dicho sea con ánimo de meter el dedo en llaga propia? ¿No cabe corresponsabilidad nuestra?

Y es que, después de no haber pegado ojo aquella noche, pensando en cuál sería aquel país en el que según mi compañero de trabajo no existían políticos y que sobrevivía más o menos bien, mirándome a los ojos, me dijo, a la mañana siguiente: “¡España, coño. Es España. Que pareces tonto!”.

“Buena broma, amigo”, me despedí dándole una palmadita de indulto en la espalda… queriendo ser gentil.

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