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Art. de opinión de José Fernando Martínez (Charly)

Calle Marqués de la Romana

Me llegan trozos de la memoria de Marqués de la Romana como una gran rayuela en la que jugué mi infancia en los años 60, escenario que será para siempre mi calle Nuncajamás. La veo como casillas de un gran juego de la teja en las que al final se alcanza el cielo, La Glorieta, con sus mundos de cine, pipas, templete y azulejos. Pero no voy a hablar aquí del final del juego; antes de llegar allí, teníamos la calle y sus casillas, como la el juego de las cuatro esquinas en su cruce con Ruperto Chapí junto a la bodega de La Palloca. En otras casillas vivían mis amigos: Miguel Ángel, que todos me decían que era un mentirós; nadie comprendió que, en realidad, esto obedecía a una imaginación desbordante, que dejaba a rienda suelta, y con la que construíamos historias de hombres convertidos en saquitos de la uva presos en castillos blancos de la hidroeléctrica. La siguiente casilla era la de Antoñito, cuya abuela Doloretes nos contaba cuentos de dragones de siete cabezas y valientes cortadores de cabezas de dragones. En su televisor de blanco y negro, veíamos “Embrujada” después del telediario; y en su patio enterrábamos trozos de carbón para que se convirtieran en diamantes, pese al riesgo que tocar el techo del Infierno. Cosas de niños, ya se sabe. En la calle Ruperto Chapí aún hoy se puede observar, al fondo, un volcán que nunca entró en erupción. Al final de esta estaba la berea, casilla que siempre estaba en “guerra de espadas”; éstas las hacíamos con las paletas que nos daban en las carpinterías. Casi al principio de esta calle se encontraba la casilla de Luisito el Coleto con su patio lleno de animales y el espeso olor a zapatería. Más allá, de la casilla del horno de Consuelo salían bandejas con perfume a pimientos asados y pan recién horneado.

Teníamos una casilla móvil que se anunciaba a gritos por toda la chiquillería: la arruxaora. Momento en el que se interrumpía cualquier otra encasillada aventura y acudíamos a saltar el chorro del agua. La imagen era un viejo camión rojo rodeado de niños riendo y saltando con los pies llenos de barro de la gran casilla sin asfaltar que, cierto día, se convirtió en trincheras para enterrar los tubos del alcantarillado.

Era raro ver coches, la calle se llenaba del baby boom español y de guas que se cobraron cientos de canicas. De pronto me llega la música de Ray Coniff que salía de la ventana de mi casa al compás de May Poppins y Sonrisas y Lágrimas. Mi patio era la casilla donde tenía un laboratorio de pociones mágicas que nunca resultaron, un criadero de cabuts, una tórtola que me regaló el Coleto y una maleta con tesoros secretos; entre los que figuraba un gorrión seco, bolas de hierro, dinamos y otros objetos para hcer magia y conjuros. No tenía tele pero mi padre tenía muchos libros con muchas ilustraciones y un radio tocadiscos de madera y válvulas del que escuchaba, y cabalgaba a todo volumen con Las Valquirias de Wagner; mucho antes de que las descubriera Copola para su Apocalypse Now. Parecerá raro, pero Vietnam se estaba siendo televisando en esos días.

Recuerdo que era tan pequeño que pensaba que los humanos estábamos huecos por dentro y el alma, ahí metida, era una palma blanca de Domingo de Ramos, aplastada por la comida que se iba a los pies (mi padre solía decir que tenía la comida en los pies). Cada cierto tiempo, se pasaban por casa unos actores que actuaban en el Dehón. Mi padre les prestaba una mesa y otros objetos que les sirviera para el escenario. Un día hubo una gran riada. Escuché que Los Baños se habían inundado. Toda la casa se llenó de café con leche frío sobre el que flotaban cucarachas negras, ésas que siempre se escapaban cuando encendía la luz. En fin, volviendo al tema principal, el juego estaba en la calle y las aventuras imaginarias en el patio. Y las tardes de verano, cuando caía fuego en la calle, me sentaba en el sillón de mi nave espacial, que buscaba tesoros en otros planetas y mantenía heroicas batallas con piratas. Estas aventuras tenían maqueta: una caja de máquina de afeitar de mi padre llena de muñecos de plástico que salían en los tambores de detergente. .

Cosas de niños como les dije. Éstas y otras muchas historias acontecían en Marqués de la Romana, y allí se quedó todo. De vez en cuando me llegan trozos de esta calle a la memoria y el perro de San Roque mueve el rabo.