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Art. de opinión de Luis Beresaluze Galbis

ICÓNICOS METEOROS

Lo mejor del crepúsculo es su amanecer. Como lo superior del alba empieza aún cuando no es. Luego vienen, la noche, con su tenebrosa oscuridad y el día, deslumbrante de claridad. Ocasiones ambas para la fatiga y el descanso, respectivamente. De día se vive. Activamente. De noche, casi se muere. Pasivamente.

Solo se está, absolutamente, asomado al mayor estupor existencial, como en un segmento de nadie, entre el día y la noche, detrás del trabajo posesivo y negador y del descanso obviante, en que casi no se está, en esos dos momentos universalmente fascinantes, del alba y el ocaso. Cuando se hace manifiesto el horizonte, teñido de atmósferas y luces asistidas de todos los colores. El cielo se hace rosa y rojo y violeta, en las nubes que nacen o se acuestan, procurando a nuestra contemplación las mas exigentes perspectivas de telúrica gracia y belleza.

El día decae hermoso, como herido de grandiosa espectacularidad. El cielo, en su versión mas baja, hecho casi suelo, le confiere las tonalidades mas inesperadas del espectro. Un crepúsculo es el escenario de un milagro que procura el planeta en su rotación. Es universo puro, produciendo universo. No muere un día. Nace una noche. Y en el intermedio, resplandece la naturaleza y canta la creación.

En el alba se recoge el renacer de la luz, gradualmente progresivo. También, ocasión de fulguraciones atmosféricas de la mas sublime combinación. En el beso que se dan la noche y el día, se producen en el horizonte luminiscencias áureas, tonalidades celestiales, de primorosa armonía, matices del mas vario color, sobre una tierra gris, que aún no conoce la luz.

En el alba y el ocaso, en la amanecida y el atardecer, en los márgenes policromos de la noche y el día, nos regala el planeta sus mas sublimes instantes. Y los disfrutamos con un alma incontaminada y libre, que aun no se ha entregado a la acción absorbente ni abandonado al sueño reparador. Con el alma dispuesta, interesada, llena de desocupación, capaz de experimentar el arrobo correspondiente a ambas singulares ocasiones. El día, todo luz. La noche, plena oscuridad.

El alba y el ocaso, crepúsculo y amanecida, son las dos grandes oportunidades de nuestra existencia diaria. El grandioso paréntesis luminoso en que nuestra vida se cobija, cuando nace cada mañana y yace fatigada, cada noche. Es como si la naturaleza se enamorase de si misma. O lo creado, cantase a la creación. Como si el Amor, hecho aire, luz, color, vibración, atmósfera pintada, nube, deslumbramiento, deviniese en primoroso encanto, potenciando sobrenaturalmente todo lo natural. Amor de tierra y cielo en su beso de luz. El universo entero clamando universalmente. Como una doble oración meteórica que rezara el planeta a su Autor. Dios, alba y crepúsculo. Se diría que un arco iris maravillosamente desorganizado y fractal, hubiera perdido su curvatura cenital, fecundando la tierra con su belleza rota.

Nunca el hombre se situó ante nada tan bello. Habría que contemplarlo de rodillas. La magia del prodigio suspende el ánimo contemplativo con este icónico meteoro. Es como una comunicación del hombre con el espíritu de la obra de Dios, en el rico escenario del espacio.

Muchas albas se nos pierden porque nos cogen dormidos. Todos los crepúsculos son susceptibles de nuestro estupor en la vigilia terminal de la jornada vencida. Siempre distinta y aparatosa, una visión que tira del alma con una fuerza apasionada y unánime. Con el Amor potencial de un absoluto de gracia espiritual a un tiempo física y casi metafísica. Quien no huela, en esto, a Dios, está ciego para las grandes percepciones.

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