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Art. de opinión de Claudio Rizo Aldeguer

¡AY NAVIDAD!

La Navidad tiene un efecto exigencia de lo más llamativo: si se tocan los tambores, hay que bailar. Un desiderátum, que habría de serlo, pero que deviene en forzoso en este tiempo de enmienda de yerros y olvido de duelos. Duela o no el talón. Hay que bailar. Porque si no, si decides no ser corista ni participar de la fiesta, no es que te quedes atrás: simplemente te quedas fuera. Te autoexcluyes, a los ojos de una sociedad que te observa incrédula, entendiendo que escuchas el tañido de las doce campanadas desde tu dolido mundo de melancolías y zozobras en lugar de preferir alistarte en la edulcorada alegría universal instituida en cauce único hacia la normalidad. ¡Cómo no verse contagiado por el aturdimiento de un villancico, por la histriónica pandereta o por el beodo aliento de un amigo que, especialmente ahora, te quiere más que a un hermano! Porque la Navidad, además, también tiene mucho de esto: la peculiar exacerbación de los sentidos y querencias hacia personas a las que de modo ordinario apenas saludamos.

Uno parece raro, incluso inspiraría lástima, decía, por sentencia social, si no transita el cambio de año en la permanencia de la alegría como bandera innegociable. Visto objetivamente. Como si el alivio a un año tuerto que se termina o la capacidad de reunir hados para conjurar los fantasmas que el entrante anuncie, se concentrase en veinte días, uno tras otro, habiendo de exhibir nuestra mejor versión desde que por la mañana desfloramos los párpados hasta que por la noche los conciliamos, por más que a uno le dé por levantarse con el pie izquierdo o no tenga maldita gana de saltar dos peldaños en lugar de uno, como en él es de costumbre. Y no piense que abogo por el carácter mendicante, taciturno o poco esperanzado que algunas personas muestran durante trescientos sesenta y cinco días y que no saben envainarse una fiesta legendaria o esbozar una sonrisa ni con chute de maría. No. Hablo de los que, como yo, viven cómodos lejos de los focos, discretamente, ajenos a la fanfarria o relativamente a gusto en su humilde reducto vital de silencios y elegidas compañías. Incluso en a último grupo extiende sus garras el imperativo históricamente exigente de la Navidad: ser… pero, sobre todo, exhibir una vasta y envidiable sensación de felicidad.

No reniego, sin embargo, de mi querencia antigua por las luces y formas que visten la ciudad; que refulgen en letreros desdibujando los perfiles del entorno o que cuelgan al desgaire desde una ventana hasta el abismo de la fantasía de quien por allá abajo pase. Menos aún reniego de los mofletes enrojecidos de esos niños que saborean castañas asidos al brazo de mamá y que patalean el frío vespertino henchidos de ilusión hace ya más de dos semanas; ni siquiera, óigame, hago ascos por el hombre de barba blanca que llevado en renos desde las antípodas de nuestra razón nos vende la Coca-Cola en su enfermizo deseo colonizador como embajador de lo yanqui, y a quien vemos trepar, a veces de tres en tres en simpática en comandita solidaria, sostenidos en cuerdas, gordos, enclenques, diminutos o gigantes por las paredes de los edificios hasta el alma misma de nuestras habitaciones.

A pesar de todo, me gusta. Insisto. O me va, que diría Julito, la Navidad: sus exigencias, sus poses, sus artificios, sus soledades, sus abandonos, sus reencuentros…; aunque menos, bastante menos me va la visión del espantoso contraste que, en ningún otro momento del calendario como en éste, levanta tan a fuego y sangre el muro separador entre los que tienen y los que no; o, ya puestos, la comprobación de cómo el barrigudo de la hamburguesa americana continúa usurpando terreno al DNI sentimental, multirracial y novelesco que Melchor, Gaspar y Baltasar siempre han ido dejando calado a golpe de camello en la memoria de los niños de incontables generaciones; en esas noches inquietas, de insomnios hermosos…

Pero es lo que hay. O eso parece.

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