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Art. de opinión de Francisco Penalva Aracil

EL CAMÍ VELL

Olivos y algarrobos es lo primero que encontramos al iniciar en Romería por el «Camí Vell», la subida de la Santa.

Un paisaje repleto de evocaciones que surgen al contemplarlo, en esta tan emotiva para nosotros madrugada de agosto. En la que olemos el agrio aroma que producen las viñas reventando ya sus primeros granos, y sentimos la suave brisa refrescante del agua que fluye por la acequia mayor.

Pronto llegamos a la «Casa Pinos», donde ella descansa con su mirada dirigida al pueblo, despidiéndose hasta el próximo año. Seguimos andando, y ya las primeras alambradas que protegen las viñas, nos avisan de que es todo huerta…Lo nuestro.

Estamos en el alto de «Las cuevas» e iniciamos una lenta bajada por un tramo de tierra y arbustos, viendo el Castillo a través de palmeras en la lejanía. Y la montaña de la Mola que como madre protectora está a su lado a lo largo de cientos de años.

Subiendo ya la ultima cuesta antes de llegar al cruce, pasamos por el antiguo cañaveral alimentado por un pequeño riachuelo, que lo llena todo de matas, misterio, y… Los vivas a Santa María Magdalena rompen el silencio respetuoso de la subida, y la tierra roja típica de esta zona por la que caminamos, nos acompaña. Al alcanzar el último tramo descansamos, buscando la sombra de los sauces y olivos cercanos, para iniciar la parte más entrañable, la cuesta final rodeados de pinos.

Pinos que apretados entre sí, parece que nos quieren abrazar a la Santa y a nosotros en este pasadizo tan estrecho, y «hablan» con un sonido especial, mecidos por el ligero viento de la mañana. Poco a poco nos acercamos al Santuario, su picó se nos presenta como guía última para llegar arriba.

La vuelta es por el otro camino, el cual recorremos tantas veces como hormigas, unidos a la ciudad; «Castell Poble» – «Poble Castell». Y que forma ese cordón umbilical que nos enlaza con tantas cosas que tenemos que tener presentes: La infancia y juventud. La naturaleza. Nuestras intimas vivencias… «Con la primera novia ens vam fer el día de la baixada de la Santa», «els dies de Mona». Recuerdos en fin, que nos hacen querer más a nuestro pueblo y a nuestra gente.

Al pasar cerca de la Rambla, me viene a la memoria las veces que íbamos allí de chiquillos a descubrir “tesoros”, y pegamos “cantalaes”. La cruzábamos por encima de las piedras que sobresalían por el cauce del río Vinalopó, llegando a nuestras casas con la ropa pringada de cieno, y las manos llenas de arañazos y barro.

Y llegar al Paseo de los Molinos, lugar de tantos encuentros e historias vividas, me imagino el chalet de Dona Concha, cercano y misterioso, «asaltado» por los chavales del barrio que nos subíamos a sus palmeras tirándonos unos a otros dátiles verdes, pinchándonos con sus ramas, y fumándonos las raíces de la frondosa enredadera que lo rodeaba. Y el «Carré el bany» donde nací, una calle que nos trae visiones dulces de vacaciones de verano; «Els Banys el carrer per ha ón p´anaba als banys». Por allí pasábamos con nuestros flotadores de «cámara de coche» colgados del cuello, presurosos todos por llegar pronto a bañarnos.

He querido encontrarme de nuevo con este camino, al volver a reescribir un artículo que publique en el Betania 1996. Mi deseo al hacerlo es, que entre los surcos de la memoria de quien lo lea, vuelva a fluir el recuerdo de los momentos felices vividos al recorrerlo.

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