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Art. de opinión del padre Javier Muñoz-Pellín

HITLER Y LA EUTANASIA.- La banalidad del mal

Se cumplen 100 años del nacimiento de Hanna Arendt.

Sería injusto reducir el pensamiento de Hanna Arendt a sus denuncias del totalitarismo, aunque ésta es, sin duda, la parte más recordada de su obra. Su condición de judía la obligó a exiliarse en Francia y en Estados Unidos, a la llegada al poder del nacionalsocialismo, y aquellas traumáticas experiencias le llevaron a profundas reflexiones sobre la condición humana, escritas desde el amor a la vida. Entresaco un fragmento de su ensayo “Eichmann en Jerusalén”. Un estudio sobre la banalidad del mal, publicado por primera vez en 1963, y corregido y ampliado, en su versión Española.

E1 miembro de la jerarquía nazi más dotado para la resolución de pro¬blemas de conciencia era Himmler. Eichmann, llevado a Jerusalén para ser juzgado como criminal,  únicamente recorda¬ba uno de estos eslóganes. Y lo repetía constantemente: «Estas son  batallas que las futuras generaciones no tendrán que librar». Se refería a las batallas contra las mujeres, los niños, los viejos y las bo¬cas improductivas.

Sobre este punto, tan sólo puedo decir que las esperanzas de Himmler no fueron defraudadas. Sin embargo, debemos poner de relieve que Himmler casi nunca intentó hallar justificaciones desde un punto de vista ideológico, y que, cuando lo hizo, ello pronto cayó en el olvido. Lo que se grababa en las mentes de aquellos hombres que se habían convertido en asesinos era la simple idea de estar dedicados a una tarea histórica, grandiosa  única; una gran misisón que se realiza una sola vez en dos mil años; que, en consecuencia, constituía una pesada carga.

Esto último tiene gran importancia, ya que los asesinos no eran sádicos, ni tampoco homicidas por naturaleza,  y los jefes hacían un esfuerzo sistemático para eliminar de las organizaciones a aquellos que experimentaban un placer físico al cumplir con su misión.

De ahí que el problema radicara, no tanto en dormir su conciencia, como en eliminar la piedad meramente instintiva que todo hombre normal experimenta ante el espectáculo del sufrimiento físico. El truco  utilizado por Himmler era muy simple y, probablemente, muy eficaz. Consistía en invertir la dírección de estos instintos, o sea, en  dirigirlos hacia el propio sujeto activo. Por esto, los asesinos en vez  de decir: «¡Qué horrible es lo que hago a los demás!”, decían : “Qué  horribles espectáculos tengo que contemplar en el cumplimiento de mi  mi deber, cuán dura es mi misión!»

La orden de exterminio de todos los judíos dada por Hitler, aún cuando fue promulgada más tarde, tuvo sus orígenes en época muy  anterior. Ya en 1935, Hitler había dicho al Director General de Medicina del Reich, Gerhard Wagner, que, “si estallaba la Guerra, volvería a poner sobre el tapete la cuestión de la eutanasia y la impondría, ya que en tiempo de guerra es más fácil hacerlo que en tiempo de paz”.

Entre el mes de diciembre de 1939  y el de Agosto de 1941, alrededor de cincuenta mil alemanes fueron muertos mediante gas monóxido de carbono, en instituciones en las que las cámaras de la  muerte tenían las mismas engañosas apariencias que las de Auschwitz. El programa fracasó. De todos lados llovieron protestas de  gentes que, al parecer, aún no habían llegado a tener una vision puramente “objetiva” de la finalidad de la Medicina y de la misión de los médicos. La matanza por gas en el Este –o dicho sea en el lenguaje de los nazis, la manera humanitarian de matar, a fin de dar al  pueblo el derecho a la muerte sin dolor- comenzó casi el mismo  día en que se abandonó tal práctica en Alemania.

Ninguna de las diversas normas idiomáticas, cuidadosamente ingeniadas para engañar y ocultar, tuvo un efecto más decisivo sobre  la mentalidad de los asesinos que el primer Decreto dictado por Hitler en tiempo de guerra, en el que la palabra “asesinato” fue sustituída  por el “derecho a una muerte sin dolor”.

Cuando el interrogador de  la policía israelí preguntó a Eichmann si no creía que la orden de «evitar sufrimientos innecesarios» era un tanto irónica, Eichmann ni siquiera comprendió el significado de la pregunta, debido a que en su mente  llevaba todavía firmemente anclada la idea de que el pecado imperdonable no era el de matar, sino de causar dolor innecesario. 

Seguramente, pensó también que el nuevo método de matar indicaba  una clara mejora de la actitud adoptada por el Gobierno nazi para con los judíos, puesto que, al principio del programa de muerte por gas, se expresó taxativamente que los beneficios de la eutanasia eran privilegio de los verdaderos alemanes. A medida que la Guerra avanzaba, con muertes horribles y violentas en todas partes, los centros  de gaseamiento de Auschwitz, Chelmno, Majdanek, Belzek, Treblinka y Sobibor, debían verdaderamente parecer aquellas “fundaciones caritativas del Estado” de que hablaban  los especialistas de la muerte sin dolor.

Le mire a sus ojos, dice Hanna Harendt cuando tuvo delante a Eichmann en su juicio en Jerusalén, y no vi nada, estaban vacíos.

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